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lunes, 16 de abril de 2012

amado paul


Desde los primeros acordes de "Hello Goodbye", a las 21 horas, al apropiadísimo cierre de "The End" a las 23:50, el compositor vivo más importante del mundo repasó ayer la banda sonora de su vida y de la de las más de 50.000 personas que llenaron ayer el Centenario.
El entorno futbolero del Centenario pareció transformarse ayer incluso en los mínimos detalles desde el mediodía, cuando comenzaron a formarse las primeras colas para ingresar al sector cancha, momento en que los vendedores callejeros de todos los domingos aprovecharon para cambiar las banderas y carteles de Peñarol y Nacional por un "Bienvenido Paul McCartney" y mucha memorabilia Beatle.
Para las 18:30, cuando Martín Buscaglia comenzó su brevísimo show de apertura, el estadio había sido tomado ya por una nueva invasión británica. Una tarde perfecta empezaba a correr su telón sobre las gradas del estadio, donde fotos, camisetas, bufandas y banderas cambiaban los colores usuales de la pasión dominguera. Desde los coros tímidos esperando los primeros acordes, a los gritos de los vendedores de papas fritas, golosinas y refrescos en el Estadio ("Al Paul al Paul, acaramelado el Paul"), el Centenario pasó por una curiosa transformación para recibir al máximo clásico vivo de la música pop.
El recital de McCartney fue ayer más una comunión masiva que un recital, a tal punto que la inolvidable experiencia colectiva dejó al público entumecido, incapaz al principio -y durante buena parte del show- de reaccionar con la vehemencia y el entusiasmo de un momento histórico, casi imposible y soñado por décadas. La audiencia uruguaya fue cálida, extática (y estática) pero relativamente callada, como si se pellizcara a cada rato, y sólo pudo soltarse en las dos tandas de bises del final, como si finalmente dejara de resistirse a creer en esa extraña Montevideo que regaló Paul McCartney ayer. Así fue en los momentos mágicos de la noche, como cuando en medio de la noche estrellada sonaron los primeros acordes de "The long and winding road", desarmando las últimas barreras y bajando sobre las localidades del estadio como una ola cálida.
La incredulidad del público no le importó ayer a McCartney, que agradeció, bromeó, jugó y movió los hilos de la audiencia como un titiritero amable, dedicándose a repasar los clásicos clichés de un mega concierto que sin embargo no tuvo excesos demasiado demagógicos y sí mucha autenticidad. Desde la bandera uruguaya del final, el recuerdo para Luis Suárez y el Liverpool, el saludo a Maldonado, Rivera, Montevideo (y Buenos Aires), los coros de repetición orquestados y sus saludos en español, McCartney hizo reír, emocionar y dejó una mueca de felicidad impresa que demoró varias horas en irse de los rostros. Sus intentos en castellano marcaron los momentos más directos de comunicación con el público, incluyendo la primera frase que aprendió en nuestro idioma, en su infancia escolar en Liverpool (con toda la poesía de "Tres conejos arriba de un árbol, tocando el tambor. Que sí, que no, que sí lo he visto yo").
Hubo tiempo también para recordar a los dos Beatles fallecidos, con una estupenda lectura de "Something" de George Harrison, en el ukelele, y "Here today", el tema que dedicó a John Lennon tras su muerte, canción incluida en el disco "Tug of War" de 1982. McCartney repasó algún tema reciente de su carrera solista, inclusive "My Valentine", compuesto para su flamante esposa Nancy Shevell, pero hizo todas las concesiones posibles al público. Además de sus tres infalibles baladas al piano de la época Beatle, como" Let it be", "Hey Jude" y "The long and winding road", no tuvo problemas en brindar por enésima vez en su vida una rendición de "Yesterday" y hasta se metió  en un terreno más bien propio de Lennon con "A day in the life" (la primera parte, al menos), que enganchó con el multitudinario coro de "Give peace a chance", uno de los instantes de mayor conexión con el público junto al "na, na, nananana" masivo de "Hey Jude", intercalado en coros femeninos y masculinos (con una brutal aparición en primer plano en las pantallas de un emocionado Ricardo Alarcón).

Sin embargo, el momento más auténtico y conmovedor del show no estuvo en los mayores clásicos, ni en el riff rabioso de "Helter Skelter", ni el coro festivo y masivamente acompañado de "Ob-la-di Ob-la-da", el despliegue pirotécnico de "Live and let die" o el rock contagioso y en estado puro de "Back in the USSR" (todos ellos memorables), sino en su expresión más simple. Cuando McCartney estuvo solo por primera vez sobre el escenario, acompañado de su guitarra acústica, y combinó en seguidilla "Two of us" y "Blackbird", todo dejó de importar: la saturación "mccartniana", el exceso mediático y todo lo superfluo que pudo rodear a su música en las últimas semanas. Al final, la noche se rindió ante tanta belleza, incrédula de que pueda surgir simplemente de la combinación de siete notas.  

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